Siempre he sentido curiosidad por conocer cómo funcionan los aparatos tecnológicos. Desde la primera vez que tuve un ordenador en casa he sabido que quería dedicarme a la informática. Me encantaba abrir el lateral del ordenador, mientras estaba encendido, intentando imaginar cómo ese montón de circuitos y piezas convertían la electricidad en un Windows 98 ejecutando el clásico juego Buscaminas.
El primer paso para convertirme en un profesional del sector pasaba por la formación, así que cuando llegó el momento decidí estudiar Ingeniería Informática. Para un chaval con 18 años en plena revolución hormonal, no pasaba desapercibido que en aquel rincón del Campus llamado Facultad de Informática no había demasiada presencia femenina. Entre los 101 alumnos de mi promoción había 15 mujeres, y no parece que estos ratios hayan variado mucho.
Lo que vi cuando me incorporé al mercado laboral confirmaba esta desigualdad. Nadie que lleve en el sector un cierto tiempo ha podido pasar por alto el hecho de que los equipos técnicos están principalmente formados por hombres.
En las empresas tecnológicas de referencia — Amazon, Facebook, Google, Apple y Microsoft — el porcentaje de mujeres ocupando posiciones técnicas no llega al 25%, según los datos aportados por las propias empresas.
Si nos fijamos en la Unión Europea, la tasa de mujeres trabajando en tecnologías de la información y la comunicación se sitúa en el 18,5% de media. En España, este porcentaje es del 19,8%.
Aunque estos datos reflejan una brecha de género en el sector tecnológico, esto no ha sido siempre así. Durante los primeros años de la industria de la computación, las mujeres ocuparon un papel decisivo que se ha minimizado e invisibilizado a lo largo de la historia.
Los cálculos ejecutados por las llamadas “computadoras humanas” fueron esenciales durante la segunda guerra mundial. Más tarde, mujeres como Katherine Johnson, Annie Easley o Margaret Hamilton tuvieron un papel imprescindible para el éxito de la NASA.
En el campo de la programación, se considera a Ada Lovelace la primera programadora de la historia, mientras que Grace Hopper inventó el primer compilador para lenguajes de programación y acuño el término “bug”.
La falta de referentes femeninos, las diferencias de género en la educación y otros factores sociales han provocado estas desigualdades en el acceso a las carreras tecnológicas que apreciamos hoy en día.
Organizaciones internacionales sin ánimo de lucro como Women in Tech y Girls Who Code luchan para acabar con esta brecha de género y promover el acceso de las mujeres al sector tecnológico. A nivel nacional, la escuela Adalab, especializada en formación tecnológica para mujeres, tiene la misión de formar y acompañar a mujeres que buscan un giro profesional.
Un estudio llevado a cabo por McKinsey pone de manifiesto que una mayor diversidad en el equipo de trabajo se correlaciona con una probabilidad significativamente mayor de obtener mejores resultados, por lo que estrechar la brecha de género en las empresas tecnológicas puede llevar a obtener una mayor rentabilidad para la empresa.