Tengo una enfermedad, diría que incurable. Para algunas personas es un hobby; para mí es una necesidad, una forma de vida. Viajar es, junto a respirar, comer y dormir, una función vital. Y si me falta, me marchito.
Durante los primeros compases de la pandemia sufrí síndrome de abstinencia. Me faltaban nuevos colores, sabores, olores, lugares, experiencias, texturas, acentos… El síndrome se fue apagando a medida que el Covid iba segando vidas y golpeando economías.
El mundo siguió girando pero nosotros nos tuvimos que encerrar en casa. Me dediqué a trabajar, estudiar y, como media humanidad, a tachar días en el calendario. Durante meses dejé de cotillear en Skyscanner cómo fluctuaban los precios de billetes de avión, dejé de leer blogs de viajeros y dejé que mis maletas se entristecieran mientras una pátina de polvo las cubría.
La pandemia me ha tratado bien, soy una afortunada. Me ha robado algunas cosas –muchas menos que a la mayoría-, como redescubrir Perú. Durante la Semana Santa de 2020 tenía previsto mi segundo viaje al país andino -en 2011 tuve la enorme suerte de visitarlo junto a Ruta Quetzal y Miguel de la Quadra-Salcedo-, y el viaje sigue pendiente. Los billetes a Lima se convirtieron en un voucher de Iberia y ya he empezado a descontar crédito.
De vuelta al aeropuerto
Hace un par de semanas, con todas las de la ley, estrené el voucher y me subí a un avión con destino a Fuerteventura. Con mi test de antígenos negativo a punto y una maleta repleta de ganas enfilé rumbo a las Canarias y me di el primer paseo por las nubes en mucho tiempo. Lo mejor de Fuerteventura fue la sensación de libertad. Lo peor, que los síntomas de mi enfermedad han vuelto a aflorar y vuelvo a consultar compulsivamente Skyscanner.
De nuevo con el veneno viajero en la sangre, si cierro los ojos puedo trasladarme a los arrozales de Sapa en Vietnam, descubrir los misterios de Angkor en Camboya y recorrer en un klotok el Tajung Putin flanqueada por orangutanes en Borneo. Si mantengo los ojos cerrados unos segundos más puedo sentir cómo me estremezco con la violencia del sonido de Iguazú en Argentina y cómo acaricio el cielo en el Pan de Azúcar y Corcovados, en Brasil.
Y los recuerdos se agolpan vívidos, uno tras otro, continente tras continente. He subido volcanes en varios continentes –Strómboli, Bromo, Ijehn, Pacaya…- y he visto amanecer en Borobudur y el Taj Mahal. Sé lo que se siente acampando junto a un Nilo, en Uganda, plagado de hipopótamos; he avistado las nieves -mínimas pero blanquísimas- del Kilimanjaro y he perseguido con mi cámara los ‘big four’ en Kenia.
He apreciado la delicadeza de las geishas casi irreales, pernoctado en templos budistas en Japón y comido pastelitos de Belem entre farolillos de Macao. He visto las estrellas más brillantes bajo el cielo de Kuelap. He tomado decenas de batidos de aguacate y de Abeshas en Debre Zeit, cantado en amárico con aún más decenas de niños y explorado los templos de Lalibela en Etiopía.
He nadado junto a delfines nariz de botella en Zanzíbar, comido langosta antes de ir a buscar ballenas en Boston y sumergido 18 metros en el mar de Ko Taroutau, en Tailandia. He abrazado la civilización maya en los yacimientos de Tikal y comprado artesanía en el mercado guatemalteco de Chichicastenango… He gritado en un partido de los Knicks y recorrido la mítica Ruta 66.
Y todos estos recuerdos, sólo, cerrando los ojos una milésima de segundo.
Cuando el Covid nos deje, me quedan infinitas millas por recorrer y sueños ilimitados que cumplir.